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Cuando el corazón está cerrado, en nuestra vida no hay compasión

El pueblo de la Biblia se había hecho una idea muy bella y real del misterio de la vida. Así describe la creación del hombre el libro del Génesis, siglos antes a Jesús: «El Señor Dios modeló al hombre del barro de la tierra. Luego sopló en su nariz aliento de vida. Y así el hombre se convirtió en un ser viviente».

Es lo que dice la experiencia. El ser humano es débil, está hecho de barro. En cualquier momento se puede desmoronar. ¿Cómo caminar con pies de barro? ¿Cómo amar con corazón de barro? Sin embargo, este barro ¡vive!, tiene el soplo del Dios. En su interior hay un aliento que le hace vivir. Es el Aliento de Dios, fuente de la vida.

Al final de su evangelio,  san Juan ha descrito una escena grandiosa. Es el momento culminante de Jesús resucitado. Según este relato, el nacimiento de la Iglesia es una «nueva creación». Al enviar a sus discípulos, Jesús «sopla su aliento sobre ellos y les dice: Reciban el Espíritu Santo». A quienes perdonen los pecados les quedarán perdonados, y a quienes se los retengan les quedarán retenidos.

Sin el Espíritu de Jesús, la Iglesia es barro sin vida: una comunidad incapaz de introducir esperanza, consuelo y vida en el mundo. Puede pronunciar palabras sublimes sin comunicar el aliento de Dios a los corazones. Puede hablar con seguridad y firmeza sin afianzar la fe de las personas. ¿De dónde va a sacar esperanza si no es del aliento de Jesús? ¿Cómo va a defenderse de la muerte sin el Espíritu del Resucitado?

Sin el Espíritu creador de Jesús podemos terminar viviendo en una Iglesia que se cierra a toda renovación: no está permitido soñar en grandes novedades; lo más seguro es una religión estática y controlada, que cambie lo menos posible; lo que hemos recibido de otros tiempos es también lo mejor para los nuestros; nuestras generaciones han de celebrar su fe vacilante con el lenguaje y los ritos de hace muchos siglos. Los caminos están marcados. No hay que preguntarse por qué.

¿Cómo no gritar con fuerza: «¡Ven, Espíritu Santo! Ven a tu Iglesia. Ven a liberarnos del miedo, la mediocridad y la falta de fe en tu fuerza creadora»? 

Juan ha cuidado mucho la escena en que Jesús va a confiar a sus discípulos su misión. Quiere dejar bien claro qué es lo esencial. Jesús está en el centro de la comunidad llenando a todos de su paz. Pero a los discípulos les espera una misión. Jesús no los ha convocado sólo para disfrutar de él, sino para hacerlo presente en el mundo.

 Jesús los «envía en medio del mundo». No les dice en concreto a quiénes han de ir, qué han de hacer o cómo han de actuar: «Como el Padre me ha enviado, así también los envío yo». Su tarea es la misma de Jesús. No tienen otra: la que Jesús ha recibido del Padre. Tienen que ser en el mundo lo que ha sido él.

 Ya han visto a quiénes se ha acercado, cómo ha tratado a los más desvalidos, cómo ha llevado adelante su proyecto de dar dignidad a la vida humana, cómo ha sembrado gestos de liberación y de perdón, si quieren seguir su camino. Las heridas de sus manos y su costado les recuerdan su entrega generosa y  total. Jesús los envía ahora para que «reproduzcan» su presencia entre las gentes.

 Pero sabe que sus discípulos son frágiles, hechos de barro.  Más de una vez ha quedado sorprendido de su «poca fe». Necesitan su propio Espíritu para cumplir su misión. Por eso, se dispone a hacer con ellos un gesto muy especial. No les impone sus manos ni los bendice, como hacía con los enfermos y los pequeños: «Exhala su aliento sobre ellos y les dice: Reciban el Espíritu Santo».

Creyentes frágiles y de fe pequeña: cristianos de barro, sacerdotes y obispos de barro, comunidades de barro… Sólo el Espíritu de Jesús nos convierte en Iglesia viva. Las zonas donde su Espíritu no es acogido, quedan «muertas». Nos hacen daño a todos, pues nos impiden actualizar la presencia viva de Jesús. Muchos no pueden captar en nosotros la paz,  y la vida renovada por Cristo. No hemos de bautizar sólo con agua, sino infundir el Espíritu de Jesús. No sólo hemos de hablar de amor, sino amar a las personas como él.

 El mayor pecado de una persona es vivir con un «corazón cerrado» y endurecido, un «corazón de piedra» y no de carne: un corazón obstinado y torcido, un corazón poco limpio. Quien vive «cerrado», no puede acoger el Espíritu de Dios; no puede dejarse guiar por el Espíritu de Jesús.

Cuando nuestro corazón está «cerrado», vivimos volcados sobre nosotros mismos, insensibles a la admiración y la acción de gracias. Dios nos parece un problema y no el Misterio que lo llena todo. Sólo cuando nuestro corazón se abre, comenzamos a intuir a ese Dios «en quien vivimos, nos movemos y existimos». Sólo entonces comenzamos a invocarlo como «Padre», con el mismo Espíritu de Jesús.

 Cuando nuestro corazón está «cerrado», en nuestra vida no hay compasión. No sabemos sentir el sufrimiento de los demás. Vivimos indiferentes a los abusos e injusticias que destruyen la felicidad de tanta gente. Sólo cuando nuestro corazón se abre, empezamos a intuir con qué ternura y compasión mira Dios a las personas. Sólo entonces escuchamos el llamado de Jesús: «Sean compasivos como el Padre de ustedes es compasivo.

 En Nicaragua la compasión con el perseguido, con el preso, con el desterrado… es el signo mayor para proclamarnos creyentes en el Dios de la vida, todo lo demás son palabras que se las lleva el viento.

Rafael Aragón Marina

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