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El testimonio es el mayor ejemplo de la Resurrección

No es fácil creer en Jesús resucitado para una persona inteligente con una conciencia crítica, que quiera ser responsable de su fe y superar esas visiones infantiles e ingenuas que muchas veces encontramos en la gente. En última instancia es algo que sólo puede ser captado y comprendido desde la fe que el mismo Jesús despierta en nosotros. Si no experimentamos nunca «por dentro» la paz y la alegría que Jesús infunde, es difícil que encontremos «por fuera» pruebas que puedan testimoniar su resurrección. Creer en la resurrección de Jesús  no es un simple hecho religioso, pasa por una experiencia personal profunda.

 Algo de esto nos viene a decir Lucas al describirnos el encuentro de Jesús resucitado con el grupo de discípulos en el evangelio de este domingo.  Entre ellos hay de todo. Dos discípulos están contando cómo lo han reconocido al cenar con él en Emaús. Pedro dice que se le ha aparecido. La mayoría no ha tenido todavía ninguna experiencia. Todos tienen dudas.  No saben qué pensar.

Lucas describe el encuentro del Resucitado con sus discípulos como una experiencia fundante de la fe y de la comunidad cristiana. El deseo que manifiesta a los discípulos Jesús es claro. Su tarea no ha terminado en la cruz. Resucitado por Dios después de su ejecución, toma contacto con los suyos para poner en marcha un movimiento de  seguidores «testigos» capaces de contagiar a todos los pueblos su Buena Noticia: «Ustedes son mis testigos», afirma Jesús en ese encuentro, encargados de continuar con la obra que él ha iniciado en Galilea. Un proyecto humanizador en el amor y la paz como fruto de la justicia. La reivindicación de una vida digna para todos, partiendo de la liberación de los oprimidos y los pobres.

 No fue fácil convertir en testigos a aquellos hombres hundidos en el desconcierto y el miedo. A lo largo de toda la escena, los discípulos permanecen callados, en silencio total. El narrador solo describe su mundo interior: están llenos de terror; solo sienten turbación e incredulidad; todo aquello les parece demasiado hermoso para ser verdad.

 Es Jesús va a regenerar su fe con su presencia. Lo más importante es que no se sientan solos. Se presenta lleno de vida en medio de ellos. Estas son las primeras palabras que han de escuchar del Resucitado: «La Paz esté con ustedes… y les  cuestiona: ¿Por qué surgen dudas en el interior de ustedes?».

 Cuando olvidamos la presencia viva de Jesús en medio de nosotros; cuando lo ocultamos con nuestros protagonismos; cuando la tristeza nos impide sentir todo menos su paz; cuando nos contagiamos unos a otros de pesimismo  y desesperanza en medio de los desafíos de la vida  estamos pecando contra el Resucitado. Así no es posible dar testimonio de fe en Él.

 Para despertar su fe, Jesús no les pide que miren su rostro, sino sus manos y sus pies. Que vean sus heridas de crucificado.  Según los relatos de los evangelios, el Resucitado se presenta a sus discípulos con las llagas del Crucificado. No es éste un detalle banal, de interés secundario. Se trata de una observación de importante contenido. Las primeras tradiciones cristianas insisten en un dato que, por lo general, no solemos valorar hoy en su justa medida: Dios no ha resucitado a cualquiera; ha resucitado a un crucificado. Que tengan siempre ante sus ojos su amor entregado hasta la muerte. No es un fantasma: «Soy yo en persona”. El mismo que han conocido y amado por los caminos de Galilea.

 Siempre que pretendemos fundamentar la fe en el Resucitado con nuestras elucubraciones, lo convertimos en un fantasma. Para encontrarnos con Jesús resucitado, hemos de recorrer el relato de los evangelios: descubrir esas manos que bendecían a los enfermos y acariciaban a los niños, esos pies cansados de caminar al encuentro de los más olvidados; descubrir sus heridas y su  pasión en la cruz.  Dicho de manera más concreta, ha resucitado a alguien que ha anunciado a un Padre que ama a los pobres y perdona a los pecadores; alguien que se ha solidarizado con todas las víctimas; alguien que, al encontrarse él mismo con la persecución y el rechazo, ha mantenido hasta el final su confianza radical en Dios.

La resurrección de Cristo es, pues, la resurrección de una víctima. Al resucitar a Jesús, Dios no solo libera a un muerto de la destrucción de la muerte. «Hace justicia», además, a una víctima de los poderes del mal en el mundo. Y esto arroja nueva luz sobre «el ser de Dios».

En la resurrección no solo se nos manifiesta la omnipotencia absoluta de Dios sobre el poder de la muerte. Se nos revela también el triunfo de su justicia sobre las injusticias que cometen los hombres. Por fin y de manera plena, triunfa la justicia sobre la injusticia, la víctima sobre el verdugo.

 Esta es la gran noticia. Dios se nos revela en Jesucristo como «el Dios de las víctimas». La resurrección de Cristo es la «reacción» de Dios a lo que los hombres han hecho con su Hijo. Así lo subraya la primera predicación de los discípulos: «Ustedes lo mataron… pero Dios lo ha resucitado de entre los muertos.» Donde los hombres ponen muerte y destrucción, Dios pone vida y liberación.

En la resurrección, por el contrario, Dios habla y actúa para desplegar toda su fuerza creadora en favor del Crucificado. La última palabra la tiene Dios. Y es una palabra de amor resucitador hacia las víctimas. Los que sufren han de saber que su sufrimiento terminará en resurrección.

 La historia sigue. Son muchas las víctimas que siguen sufriendo hoy, maltratadas por la vida o crucificadas por los hombres. El cristiano sabe que Dios está en ese sufrimiento. Conoce también su última palabra. Por eso, su compromiso es claro: defender a las víctimas, luchar contra todo lo que mata y deshumaniza; esperar la victoria final de la justicia de Dios.

 A pesar de ver a los discípulos llenos de miedo y de dudas, Jesús confía en ellos. Él mismo les enviará el Espíritu que los sostendrá. Por eso les encomienda que prolonguen su presencia en el mundo: «Ustedes son testigos de esta causa». No han de enseñar doctrinas sublimes, sino contagiar su experiencia. No han de predicar grandes teorías sobre Cristo sino irradiar su Espíritu. Han de hacerlo creíble con la vida, no solo con palabras. Este es siempre el verdadero problema de nosotros los que nos llamamos cristianos: la falta de testimonio.

Rafael Aragón Marina

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