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Reflexión en el Domingo de Ramos

             

Fray Rafael Aragón, OP.

 Celebramos el domingo de ramos o la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén. A los católicos más tradicionales les encanta recordar este hecho de la vida del Señor escenificando aquel momento en el que Jesús montado en un burro entra a la ciudad santa.

Jesús sabe el riesgo que corre al participar en aquella manifestación y proclama popular,  también contaba con la posibilidad de un final de su vida violento. No era ningún ingenuo. Sabía a qué se exponía si seguía insistiendo en el proyecto del reino de Dios. Era imposible buscar con tanta radicalidad una vida digna para los «pobres» y los «pecadores», sin provocar la reacción de aquellos a los que no interesaba cambio alguno, los líderes de su pueblo, y por supuesto el representante del imperio Romano, presente en Jerusalén para controlar las posibles revueltas que podían darse en las celebraciones de la fiesta de la Pascua.

 Pero, ciertamente, Jesús no era un suicida, no busca la muerte como un destino de Dios para salvar a los seres humanos, de ninguna manera debemos pensar esto. Para Jesús Dios es amor y bondad, no puede estar pensando en su muerte en la cruz como castigo divino por los pecados cometidos por nosotros, sus hijos. Jesús nunca quiso el sufrimiento ni para los demás ni para él. Toda su vida se había dedicado a combatir el dolor, el sufrimiento allí donde lo encontraba: en la enfermedad, en las injusticias, en el pecado o en la desesperanza. Por eso en la entrada a Jerusalén, Jesús no corre ahora tras la muerte, pero tampoco se echa atrás cuando tiene que tomar una decisión arriesgada. Quiere ser coherente  con lo que ha predicado a la gente recorriendo las aldeas de Galilea.

 Para él es central en su vida seguir acogiendo a pecadores y excluidos aunque su actuación irrite a los puritanos del Templo en Jerusalén, tanto por sus acciones libres del cumplimiento estricto de la Ley, como por sus actitudes valientes y críticas al sometimiento a la política opresora del Imperio romano.  Si terminan condenándolo, morirá también él como un delincuente y excluido, pero su muerte confirmará lo que ha sido su vida entera: confianza total en un Dios bueno y justo, que no excluye a nadie de su gracia y su perdón.

 Seguirá anunciando el amor de Dios a los últimos, identificándose con los más pobres y despreciados del imperio, por mucho que moleste en los ambientes cercanos a Pilato, el gobernador romano. Si un día lo ejecutan en el suplicio de la cruz, reservado para esclavos, morirá también él como un despreciable esclavo, pero su muerte sellará para siempre su fidelidad al Dios defensor de las víctimas.

Me parece muy importante esta reflexión para entender el misterio del dolor por el que están pasando tanto los presos  políticos como sus familiares  en Nicaragua. No podemos valorar el dolor y el sufrimiento de la gente que lucha desinteresadamente desde otra mirada que dé sentido a sus  vidas. La cruz de Jesús también ilumina estos momentos  de dolor y sufrimiento en la historia de nuestro pueblo.

Lleno del amor de Dios, Jesús seguirá ofreciendo «salvación» a quienes sufren el mal y la injusta opresión: dará «acogida» a quienes son excluidos por la sociedad y la religión; regalará el «perdón» gratuito de Dios a pecadores y gente pérdida, incapaces de volver a su amistad. Ésta actitud salvadora que inspira su vida entera, inspirará también su muerte.

 Por eso a los cristianos nos atrae tanto la cruz de Cristo. Besamos el rostro del Crucificado, levantamos los ojos hacia él, escuchamos sus últimas palabras… Perdónalos Padre, porque no saben lo que hacen. En su crucifixión vemos el servicio último de Jesús al proyecto del Padre, y el gesto supremo de Dios entregando a su Hijo por amor a la humanidad entera.

El mundo está lleno de iglesias cristianas presididas por la imagen del Crucificado y está lleno también de personas que sufren, crucificadas  y crucificados por la desgracia de las guerras. Pensemos en el pueblo de Palestina asediado en la Franja de Gaza,  condenado a muerte por la injusticia y el olvido que dominan muchas conciencias en nuestro mundo. Pensemos en  tantas mujeres maltratadas, ancianos ignorados, niños y niñas violados, emigrantes sin papeles, sin futuro. Y gente, mucha gente hundida en el hambre y la miseria.

Es difícil imaginar un símbolo más cargado de esperanza que esa cruz plantada por los cristianos en todas partes: «memoria» conmovedora de un Dios crucificado, y recuerdo permanente de su identificación con todos los inocentes que sufren de manera injusta en nuestro mundo.

Esa cruz, levantada entre nuestras cruces, nos recuerda que Dios sufre con nosotros. A Dios le duele el hambre de los niños de la Franja de Gaza, la gente condenada a muerte.  Sufre con los asesinados,  llora con las mujeres maltratadas día a día en su hogar. No sabemos explicarnos la raíz última de tanto mal. Y, aunque lo supiéramos, no nos serviría de mucho. Sólo sabemos que Dios sufre con nosotros, está a nuestro lado, esto lo cambia todo.

Pero los símbolos más sublimes pueden quedar pervertidos si no sabemos redescubrir una y otra vez su verdadero contenido. ¿Qué significa la imagen del Crucificado, tan presente entre nosotros, si no sabemos ver marcados en su rostro el sufrimiento, la soledad, el dolor, la tortura y desolación de tantos hijos e hijas de Dios?

 ¿Qué sentido tiene llevar una cruz sobre nuestro pecho, si no sabemos cargar con la más pequeña cruz de tantas personas que sufren junto a nosotros? ¿Qué significan nuestros besos al Crucificado, si no despiertan en nosotros el cariño, la acogida y el acercamiento a quienes viven crucificados?

 El Crucificado desenmascara como nadie nuestras mentiras y cobardías. Desde el silencio de la cruz, él es el juez más firme y manso  de nuestra indiferencia ante los crucificados de nuestra sociedad. Para adorar el misterio de un «Dios crucificado», no basta celebrar la semana santa; es necesario, además, acercarnos un poco más a los crucificados que están entre nosotros, en nuestras comunidades, en nuestro pueblo.

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