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Homilía domingo 8 de septiembre

Mis hermanos y hermanas:

La escena del evangelio de hoy es muy conocida. Presentan a Jesús a un sordo que, a consecuencia de su sordera, apenas puede hablar. Su vida es una desgracia. Solo se oye a sí mismo. No puede escuchar a sus familiares y vecinos, sus problemas y necesidades. No puede conversar con sus amigos. Tampoco puede escuchar las parábolas de Jesús ni entender su mensaje. Vive encerrado en su propia soledad. Los relatos milagrosos de los evangelios, como este, no son actuaciones para mostrar el poder de Jesús como hijo de Dios. Son ejemplos pedagógicos para transmitirnos un mensaje que nos llega hasta hoy.

El sordo y el modo de ser curado por Jesús se refiere a tanta gente en nuestra sociedad de Nicaragua, que, encerrada en sí misma y en sus propios problemas o motivada por su propia ideología, no escucha a nadie, no dialoga con nadie, solo se oye a sí misma, escucha sus propios relatos o sus falsas interpretaciones de la realidad y actúa sin compasión con los pobres y necesitados de una palabra acogedora.

Jesús toma consigo al sordomudo y se concentra en esa enfermedad que le impide vivir de manera sana, acogiendo la vida y la opinión de los demás. Introduce los dedos en sus oídos y trata de vencer esa resistencia que no le deja escuchar a nadie. Con su saliva humedece aquella lengua paralizada para dar fluidez a su palabra. No es fácil vencer el aislamiento de las personas encerradas en sí mismas, en sus planteamientos autojustificativos para escuchar a los demás. El sordomudo no colabora y Jesús hace un último esfuerzo. Respira profundamente, lanza un fuerte suspiro mirando al cielo en busca de la fuerza de Dios y, luego, grita al enfermo: «¡Ábrete!». Jesús habla con la gente, escucha, se deja interpelar por sus problemas.

Aquel hombre sordo sale de su aislamiento y, por vez primera, descubre lo que es vivir escuchando a los demás y conversando abiertamente con todos. La gente queda admirada. El evangelista afirma: Jesús hace todo bien, como Dios Creador: «Hace oír a los sordos y hablar a los mudos».

No es casual que los evangelios narren tantas curaciones de ciegos y sordos. Estos relatos son una invitación a dejarnos trabajar por Jesús para abrir bien los ojos y los oídos a su persona y su palabra. Unos discípulos «sordos» a su mensaje serán como «tartamudos» para anunciar la buena noticia liberadora del Evangelio.

Vivir en la sociedad, y por supuesto dentro de la Iglesia, con mentalidad «abierta» o «cerrada» puede ser una cuestión de actitud mental o de posición práctica, fruto casi siempre de la propia estructura psicológica o de la formación recibida. Pero cuando se trata de «abrirse» o «cerrarse» al evangelio, el asunto es de vida o muerte.

Si vivimos sordos al mensaje de Jesús, si no entendemos su proyecto ni captamos su amor a los que sufren, nos encerraremos en nuestros problemas y no escucharemos los de la gente. Pero, entonces, no sabremos anunciar ninguna buena noticia. Deformaremos el mensaje de Jesús. A muchos se les hará difícil entender nuestro «evangelio». Es urgente que todos escuchemos el grito de Jesús: «¡Ábrete!» a la gente, ábrete a la comprensión de sus necesidades, de sus problemas.

La narración de la curación de un sordomudo en la región pagana de Sidón, que san Marcos presenta, tiene una intención claramente pedagógica. Es un enfermo muy especial: ni oye ni habla. Vive encerrado en sí mismo, sin comunicarse con nadie. No se entera de que Jesús está pasando cerca de él. Son otros los que lo llevan hasta el Profeta de Nazaret.

También la actuación de Jesús es especial. No impone sus manos sobre él, como le han pedido, sino que lo toma aparte y lo lleva a un lugar retirado de la gente. Allí trabaja intensamente, primero sus oídos y luego su lengua. Quiere que el enfermo sienta su contacto curador. Lo que nos trata de decir el evangelio es que solo un encuentro profundo y personal con Jesús podrá curarlo de una sordera tan tenaz.

Al parecer, no es suficiente todo aquel esfuerzo. La sordera se resiste. Entonces, Jesús acude al Padre, fuente de toda salvación: mirando al cielo, suspira y grita al enfermo una sola palabra: «Effetá», es decir, «Ábrete». Esta es la única palabra que pronuncia Jesús en todo el relato. Una palabra que no está dirigida a los oídos del sordo, sino a su corazón.

Sin duda, san Marcos quiere que esta palabra de Jesús resuene con fuerza entre nosotros, los cristianos, invitados a leer ese relato. Conoce bien lo fácil que es vivir sordos a la Palabra de Dios. Hoy vemos cristianos que no nos abrimos a la Buena Noticia de Jesús. Estamos encerrados en nuestros pensamientos, transmitimos nuestra ideología, no hablamos a nadie de la fe verdadera. Hay comunidades sordomudas que escuchan poco el Evangelio y lo comunican mal. O líderes manipuladores del mensaje de Jesús, que en sus discursos se predican a sí mismos, escondiendo o falseando la realidad.

Tal vez uno de los pecados más graves de los cristianos es esta sordera. No nos detenemos a escuchar el Evangelio de Jesús. No vivimos con el corazón abierto para acoger sus palabras. Por eso, no sabemos escuchar con paciencia y compasión a tantos que sufren sin recibir apenas el cariño ni la atención de nadie.

A veces se diría que la Iglesia, nacida de Jesús para anunciar su Buena Noticia, va haciendo su propio camino, olvidada con frecuencia de la vida concreta, de preocupaciones, miedos, trabajos y esperanzas de la gente. Si no escuchamos bien el llamado de Jesús, no pondremos palabras de esperanza en la vida de los que sufren.

Cuántos hombres y mujeres necesitamos hoy escuchar las palabras de Jesús al sordomudo. No es casualidad que se narren en los evangelios tantas curaciones de ciegos y sordos. Son una invitación a que abramos nuestros ojos y nuestros oídos para acoger la Buena Noticia de Jesús y la salvación que se nos ofrece desde Dios.

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