Es tan poca la atención que damos a la reflexión sobre la Ascensión de Cristo, que su hondo significado pasa casi desapercibido en nuestros días, no sólo para los cristianos despreocupados sino, incluso, para aquellos que nos esforzamos por ser fieles al proyecto de Jesús.
Sin embargo, la Ascensión nos ofrece la clave para entender la dinámica del cristianismo después de la presencia de Jesús entre nosotros aquí en nuestra tierra, y la pedagogía para vivir la fe de manera responsable y adulta.
Para entender el significado de la Ascensión, hemos de recordar el diálogo entre Jesús y sus discípulos: «Yo me voy al Padre y ustedes están tristes… Sin embargo, les conviene que yo me vaya para que recibirán el Espíritu Santo», es decir, «ya no me podrán retener en su experiencia inmediata, pero conviene que yo me vaya para que sean creyentes adultos, responsables y caminen por ustedes mismos bajo la acción del Espíritu».
La tristeza y preocupación de los discípulos tiene una explicación. Desean seguridad: tener siempre junto a ellos a Cristo para que les resuelva los problemas o, al menos, les indique el camino seguro para encontrar la solución. Es la tentación de vivir la fe de manera protegida, infantil e irresponsable, que se da en muchos de nosotros, acudiendo al Señor, en todo momento, pidiendo protección y apoyo sin cuestionar nuestra responsabilidad.
La respuesta de Jesús cobra particular importancia en estos tiempos en que parece crecer en ciertos sectores de la Iglesia la tentación del inmovilismo, el miedo, la nostalgia por «reproducir un determinado cristianismo», la «regresión a protegernos encerrándonos en nosotros mismos.
La pedagogía de Cristo consiste en ausentarse para que podamos crecer en libertad y responsabilidad cada uno de nosotros. A los discípulos solo les dejará la impronta de su Espíritu. Así es siempre la auténtica pedagogía: el padre o el educador han de retirarse en un determinado momento y dejar sólo su inspiración para no ahogar la creatividad, sino permitir el crecimiento responsable y adulto.
Siempre es tentador vivir de manera infantil la religión, sin tomar en cuenta la importancia que tiene ser fieles a la propia conciencia, buscando en la letra del evangelio soluciones «prefabricadas» para nuestros tiempos o pretendiendo que la autoridad religiosa nos dicte sin ambigüedad y con precisión absoluta la doctrina que hemos de creer y las normas morales que hemos de cumplir. Cada uno debe ser responsable con lo que le dicta su conciencia. Una conciencia bien formada.
Es una fe infantil o fundamentalismo religioso en el que la persona no ejercita su propia libertad, engendra, tarde o temprano, la incredulidad, el ateísmo, pues llega un momento en el que la persona, para ser responsable y adulta, siente la necesidad de eliminar de su vida al Dios de esa religión.
La Ascensión nos recuerda que vivimos «el tiempo del Espíritu», tiempo de creatividad y crecimiento responsable, ya que el Espíritu no nos da nunca recetas concretas para los problemas. Sin embargo, cuando lo acogemos, nos hace capaces de ir buscando caminos nuevos al evangelio de Cristo.
Este evangelio no se impone desde la autoridad o la presión, sino haciéndolo pasar por las conciencias y el corazón antes que por las leyes y las instituciones. La Ascensión nos invita a vivir bajo «la pedagogía del Espíritu», el único que nos hace fieles al evangelio de Jesús.
Un viejo relato de la Ascensión recogido en la lectura de los Hechos de los Apóstoles termina con un episodio muy significativo. Los discípulos quedan con la mirada fija en el cielo donde ha desaparecido el Señor. Entonces se presentan dos varones vestidos de blanco que les dicen: «Galileos, ¿qué hacen ahí plantados mirando al cielo?».
Probablemente, el relato trata de corregir la actitud equivocada de algunos creyentes. No es el momento de permanecer pasivos mirando al cielo, sino de comprometerse activamente con la construcción del reino de Dios, con la esperanza puesta en el Señor que un día volverá.
A los cristianos se nos ha acusado muchas veces, y con razón, de estar demasiado atentos al cielo futuro, y poco comprometidos en esta tierra.
Hoy quizás las cosas han cambiado. No sabría decir si acertamos a comprometernos más responsablemente en la construcción de un mundo más humano. Pero, ciertamente, son bastantes los cristianos que han dejado de mirar al cielo.
Las consecuencias pueden ser graves. Olvidar el cielo no conduce automáticamente a preocuparse con mayor responsabilidad de la tierra. Ignorar al Dios que nos espera y nos acompaña hacia la meta final, no da una mayor eficacia a nuestra acción social y política. No recordar nunca la felicidad a la que estamos llamados, no acrecienta nuestra fuerza para el compromiso diario.
Los hombres hemos acortado demasiado el horizonte de nuestra vida. Nos contentamos con esperanzas demasiado pequeñas. Se diría que hemos perdido el anhelo de lo infinito.
No se trata de elevar nuestra mirada hacia un cielo salido de las manos del Creador como un acto de «magia divina», sino de descubrir que Dios es Alguien que está llevando a su plenitud todo el deseo de vida y felicidad que se encierra en la creación y en la historia de los hombres.
Creer en el cielo es recordar que los hombres no podemos darnos todo lo que andamos buscando. Y, al mismo tiempo, creer que nuestros esfuerzos de crecimiento y búsqueda de una tierra más humana, justa y fraterna no se perderán en el vacío. Porque al final de la vida no nos encontraremos sólo con los logros de nuestro trabajo sino con el regalo del amor de Dios.
Rafael Aragón