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Vivir el Evangelio es la fuente de nuestra inspiracion

Los seres humanos somos un deseo intenso de vida, de vida en plenitud. Hay dentro de nosotros algo que quiere vivir, vivir intensamente y vivir para siempre. Más aún, nacemos para hacer crecer la vida.

 Sin embargo, la vida no cambia fácilmente, vivimos profundas contradicciones. La injusticia, el sufrimiento, la mentira, el engaño y el mal siguen dominando la realidad de muchos de nosotros, de mucha gente. Parece que todos los esfuerzos de la gente en un tiempo comprometida por mejorar el mundo, comenzando por su entorno, terminan tarde o temprano en el fracaso.

 Movimientos que se dicen comprometidos en luchar por la libertad terminan provocando iguales o mayores esclavitudes. Hombres y mujeres que buscan la justicia terminan generando nuevas e interminables injusticias. Miremos desapasionadamente la realidad de nuestro pueblo, echemos una mirada a su historia: ¿Cuántas ilusiones perdidas, cuántos proyectos fracasados?

 ¿Quién de nosotros, incluso el más noble y generoso, no ha tenido un día la impresión de que todos sus proyectos, esfuerzos y trabajos no han servido para nada?

 ¿Será la vida algo que no conduce a nada? Y la historia, ¿un esfuerzo vacío y sin sentido? ¿Una «pasión inútil» como decía un gran pensador del siglo pasado?

 Los creyentes hemos de volver a recordar que la fe es «fuente de vida». Creer no es afirmar que debe existir Algo o Alguien último en alguna parte que da sentido a la vida. Creer es descubrir a Alguien que nos «hace vivir» superando nuestra impotencia, nuestros errores y nuestro pecado. Ese Alguien los cristianos lo llamamos Dios.

 Una de las mayores tragedias de los cristianos es la de «practicar la religión» sin ningún contacto con el que da sentido a nuestra fe, el Vencedor de la muerte, el que está vivo entre nosotros. Y sin embargo, uno empieza a descubrir la verdad de la fe cristiana cuando acierta a vivir en contacto personal con el Resucitado. Sólo entonces se descubre que Dios no es una amenaza o un desconocido, sino Alguien vivo que pone nueva fuerza y nueva alegría en nuestras vidas.

 Con frecuencia, nuestro problema no es vivir envueltos en problemas y conflictos constantes. Nuestro problema más profundo es no tener fuerza interior para enfrentarnos a los problemas diarios de la vida,  tener una mente abierta para ser solidarios con la gente que sufre, una conciencia crítica para comprender las causas que provocan las guerras y el sufrimiento injusto de tanta gente.

 La experiencia diaria nos ha de hacer pensar a los cristianos la verdad de las palabras de Jesús: «Yo soy la vid, ustedes los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante; porque sin mí no poden  hacer nada».

 ¿No está precisamente ahí la raíz más profunda de tantas vidas estériles y tristes de hombres y mujeres que nos llamamos creyentes?

 La imagen que nos ofrece el evangelio de hoy la vid y los sarmientos es realmente expresiva. Todo sarmiento que está vivo tiene que producir fruto. Y si no lo hace es porque no responde a la vida que la vid puede comunicar. No circula por él la savia de la vid.

 Así es también nuestra fe. Vive, crece y da frutos, cuando vivimos abiertos a la comunicación con Cristo. Si esta relación vital se interrumpe, hemos cortado la fuente de nuestra fe.

 Entonces la fe se seca. Ya no es capaz de animar nuestra vida. Se convierte en confesión verbal, vacía de contenido y experiencia viva. Triste caricatura de lo que los primeros creyentes vivieron al encontrarse con el resucitado.

 Digámoslo sinceramente. Esa ausencia de dinamismo cristiano, esa capacidad para seguir creciendo en amor y fraternidad con todos, esa inhibición y pasividad por luchar arriesgadamente por la justicia entre los hombres, ese inmovilismo y falta de creatividad evangélica para descubrir las nuevas exigencias del Espíritu, ¿no están delatando una falta de comunicación viva con Cristo resucitado?

 Por paradójico que pueda parecer, una soledad interior se agazapa en el corazón de más de un cristiano. Tomado en una red de relaciones, actividades, ocupaciones y problemas, puede sentirse más solo que nunca en su interior, incapaz de comunicarse vitalmente con ese Cristo en quien dice creer.

 Quizás la derrota más grave de la gente de hoy sea su incapacidad de una vida interior. La persona de nuestro tiempo parece vivir siempre huyendo. Siempre de espaldas a sí mismo. Sin saber qué hacer con su vacío interior.

 Se diría que el alma de muchos hombres y mujeres es un desierto. Son muchos los afectados por esta epidemia de soledad y vacío interior. Lo advertía ya un gran pensador del siglo pasado: «Nunca los hombres han sido tan solidarios, ni han estado tan solos».

 Este aislamiento interior de ese Cristo que es fuente de vida, conduce poco a poco- un «ateísmo práctico». De poco sirve seguir confesando fórmulas cristianas, usar el lenguaje de la Biblia, si uno no conoce la comunicación cálida, gozosa, revitalizadora con Jesús resucitado, si su experiencia de vida práctica va contra los valores que nos propone Jesús.

 Esa comunicación de quien sabe disfrutar del diálogo silencioso con él, alimentarse diariamente de su palabra, recordarlo con gozo en medio de la agitación y el trabajo cotidiano, descansar en él en los momentos de agobio.

 Según el relato evangélico de san Juan, en vísperas de su muerte, Jesús revela a sus discípulos su deseo más profundo: «Permanezcan en mí». Conoce su cobardía y mediocridad. En muchas ocasiones les ha recriminado su poca fe. Si no se mantienen vitalmente unidos a él no podrán subsistir.

 Las palabras de Jesús no pueden ser más claras y expresivas: «Como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco ustedes si no permanecen en mí». Si no se mantienen firmes en lo que han aprendido y vivido junto a él, su vida será estéril. Si no viven de su Espíritu, lo iniciado por él se extinguirá.

 Jesús emplea un lenguaje rotundo: «Yo soy la vid y ustedes los sarmientos». En los discípulos ha de correr la savia que proviene de Jesús. No lo han de olvidar nunca. «El que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante, porque sin mí no poden hacer nada». Separados de Jesús, sus discípulos no podemos nada.

 Jesús no solo les pide que permanezcan en él. Les dice también que «sus palabras permanezcan en ellos». Que no las olviden. Que vivan de su Evangelio. Esa es la fuente de la que han de beber. Ya se lo había dicho en otra ocasión: «Las palabras que les he dicho son espíritu y vida».

Los cristianos vivimos hoy preocupados y distraídos por muchas cuestiones. No puede ser de otra manera. Pero no hemos de olvidar lo esencial. Todos somos «sarmientos». Sólo Jesús es «la verdadera vid». Lo decisivo en estos momentos es «permanecer en él»: aplicar toda nuestra atención al Evangelio; alimentar en nuestros grupos, redes, comunidades y parroquias el contacto vivo con él; no desviarnos de su proyecto.

 Rafael Aragón

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