El máximo deseo que expresa el resucitado en sus distintas apariciones a los discípulos es la paz. Ese es el saludo que sale siempre de sus labios: «la paz con ustedes les repite a los discípulos escondidos por miedo en Jerusalén».
La vida de nosotros, los seres humanos está hecha de conflictos. Echemos una mirada a la historia de nuestros pueblos, en su mayoría es una historia de enfrentamientos y guerras. La convivencia diaria está salpicada de agresividad. Baste que veamos las noticias que nos transmiten los medios de comunicación, guerras inhumanas, violencia por todas partes, y el problema mayor en las relaciones en nuestros pueblos: la injusticia que somete a tantos pueblos en condiciones de hambre y miseria.
La gran opción que hemos de hacer para superar los conflictos es la de escoger entre los caminos del diálogo, la negociación, la razón y el mutuo entendimiento, o los caminos de la confrontación y de la violencia. Fortalecer la cultura del encuentro, que nos habla el Papa Francisco, o mantenernos en la cultura de la confrontación y la guerra.
Nuestra propia historia de Nicaragua está marcada periódicamente por la confrontación, no hemos aprendido a buscar medios de entendimiento y negociación que nos permita una sana convivencia en el respeto a los otros y acoger las diferencias.
Si recordamos nuestra historia parece que casi siempre nuestra gente ha escogido este segundo camino, el de la violencia y la confrontación.
En ser humano a lo largo de los siglos ha podido experimentar una y otra vez el sufrimiento y la destrucción que se encierra en la violencia. Pero, a pesar de ello, no ha sabido renunciar a ella. Las guerras actuales y la situación de nuestro propio país nos dan fe de la falta de conciencia o madurez humana para superar este problema.
Y ni siquiera hoy que sentimos la amenaza de la destrucción y el aniquilamiento de pueblos, nos sentimos capaces de detenernos en ese camino. La guerra de Estado de Israel contra la población de la Franja de Gaza es el signo más evidente de estas decisiones que toma el ser humano. La consigna de vamos con todo, en nuestra Nicaragua, es un claro ejemplo de esta forma ancestral de actuar frente a los problemas. Una forma de responder a los problemas que no ha superado el instinto de odio venganza – expresión de los sentimientos más primitivos que anidan entre nosotros-. Un problema de crecimiento humano y de acogida de los grandes valores que deben inspirar nuestra convivencia, como el respeto a la vida, los derechos fundamentales de la persona, su dignidad. Nos falta crecer en humanismo, veinte siglos de cristianismo y estamos como en los orígenes de la humanidad: Caín dando muerte a su hermano Abel por envidia. La humanidad ha logrado grandes obras de desarrollo, grandes conquistas científicas, pero no hemos crecido en humanismo para desarrollar una sana convivencia entre nosotros y entre los pueblos.
Pero año con año en estas fechas celebrarnos el misterio de la resurrección del profeta de Nazaret. Jesús, el resucitado nos invita a buscar otros caminos. Hemos de creer más en la eficacia del diálogo pacífico que en la violencia destructora. Hemos de confiar más en los procedimientos humanos y racionales que en las la fuerza de las armas. Hemos de buscar la humanización de los conflictos y no su agudización.
Nos hemos acostumbrado demasiado a la violencia, sin reparar en los daños actuales que produce y en el deterioro que introduce para el futuro de nuestra convivencia. Desde nuestra experiencia podemos afirmar: ninguna guerra es buena para nadie, por supuesto, no es buena para los vencidos ni para los vencedores.
Aun los que justifican la violencia, tienen que reconocer que la violencia es un mal. La violencia daña al que la padece y al que la produce. La violencia mata, golpea, aprisiona, secuestra, manipula las mentes y los sentimientos, deforma los criterios morales, siembra la división y el odio.
La violencia nos deshumaniza. Busca imponerse, dominar y vencer, aunque sea atentando contra los derechos de las personas y los pueblos. Los hombres no tenemos la vocación de vivir haciéndonos daños unos a otros.
El que vive animado por el resucitado busca la paz. Y busca la paz no solamente como un objetivo final a alcanzar, sino como que busca la paz ahora mismo, utilizando procedimientos pacíficos, caminos de diálogo y negociación.
El seguidor de Jesús no busca sólo resolver a cualquier precio los conflictos. Busca también humanizarlos. Lucha por la justicia, pero lo hace sin introducir nuevas injusticias y nuevas violencias.
Los discípulos han llegado a la fe en el Resucitado desde su propia experiencia. Pero, ¿con qué experiencias podemos contar nosotros para agregarnos a la fe de los primeros creyentes?
Ciertamente, el testimonio de los primeros testigos no basta. Cada uno debemos recorrer nuestro propio itinerario hacia el encuentro con el Resucitado.
La equivocación de Tomás no está en pretender su propia experiencia pascual, sino en querer verificar la «realidad» del Resucitado con sus manos y sus ojos. No es la verificación científica la que lleva al encuentro con el Resucitado, sino la experiencia de fe.
Pero, ¿cuál puede ser hoy nuestra experiencia del Resucitado? ¿Dónde y cómo vivir la fe en la resurrección, sin reducirla a un mero convencimiento teórico e inoperante? ¿Cómo y cuándo se hace presente la fuerza del Resucitado en la vida y la actuación de nosotros, los creyentes?
Antes que nada, hemos de decir que la resurrección se vive y se hace presente donde se lucha por la vida y se combate contra la muerte. Donde se liberan las fuerzas de la vida y donde se lucha contra todo lo que deshumaniza y mata al ser humano.
Creer hoy en la resurrección es comprometerse por una vida más humana, más plena, más feliz. «La resurrección se hace presente y se manifiesta allí donde se lucha y hasta se muere por evitar la muerte que está a nuestro alcance, y por suprimir el sufrimiento que se puede evitar» (J. M. Castillo).
Quien a pesar de fracasos, frustraciones y sufrimientos, lucha incansablemente por todo aquello por lo que luchó Jesús, está caminando con él hacia la vida. Son muchos los ejemplos que podemos poner para defender la vida de los que están amenazados de muerte. No denunciar a nadie, ser solidarios con los familiares de los presos políticos, apoyarles en sus necesidades que son muchas, acoger a los que tienen necesidad de pan y de solidaridad en nuestro entorno, dar una palabra de ánimo y de consuelo a los que se sienten solos porque sus familiares han tenido que salir del país. No olvidarse de los que sufren.
Creemos en el gesto resucitador de Dios cuando damos vida a los crucificados, cuando damos vida a quienes están amenazados en su dignidad y en su vida misma. Vivir como resucitados es vivir como servidores, buscando la vida y la justicia por la que Jesús vivió y murió.
A partir de la resurrección, los primeros creyentes confesaron a Jesús como Señor. Pero esto no es una pura afirmación teórica. Se trata más bien dé hacer que Jesús sea realmente Señor de la historia y de la vida.
Pero entendámoslo bien. El señorío de Jesús resucitado no significa solamente que Cristo sea reconocido por los creyentes, sino que seamos servidores como él lo fue. «El reino de Cristo se hace real en la medida en que hay servidores como él lo fue» (J. Sobrino).