«Hace unos años, cuando estaba en Irlanda, conducía un día por una carretera secundaria y escuchaba la radio. El programa era un concurso consistente en componer relatos breves, este fue uno de ellos:
– Bienvenido a casa, hijo.
– Hola, Padre.
– Qué alegría me da verte. Hacía mucho tiempo.
– Sí, Padre, mucho tiempo. Ha sido duro. Duro como los clavos. Duro como la madera.
– Ya lo sé. ¿Qué fue lo más duro?
– El beso, Padre, el beso. (Una larga pausa.)
– Sí, pasa y deja que te abrace.
Casi me salgo de la carretera. Después de unos segundos me puse a llorar.»
Lo cuenta Megan McKenna en su libro La cuaresma día a día y la escena me da pie a explorar qué indicios del Evangelio permiten asomarnos al mundo emocional de Jesús -teólogos serios, abstenerse-, para ver si confirman esa intuición del relato de que, por encima del sufrimiento extremo, lo más duro de la Pasión fue para él la traición de uno de sus discípulos y el abandono de quienes consideraba sus amigos.
El profeta Oseas había puesto en boca de Dios una expresión que desvela su estrategia relacional con Israel: “Con cuerdas humanas (sogas, maromas, cables, nudos, lazos, correas…) los atraía (arrastraba), con ataduras de amor” (Os 11,8). Era así como procuraba mantener unido a Él al pueblo al que reconocía amar “desde que era un niño”y al que, como cualquier padre o madre, quería tener cerca y poder seguir cuidando.
Cuando el Hijo del hombre convivió con nosotros decía: “el Hijo solo hace lo que ha visto hacer a su Padre” y por eso se especializó en eso mismo, en tejer “cuerdas humanas” con los discípulos a los que había llamado, lazos de amistad que crearan entre él y ellos una poderosa vinculación. Ellos lo viven como pueden, sin entenderle mucho, sin acertar casi nunca con lo que él piensa o desea, con lo que le alegra o le entristece. Intentan protegerle de la gente con la que él desea estar, le dan consejos desabridos, le proponen reacciones violentas, discuten y se pelean entre ellos. Él los llama “hombres de poca fe”, “torpes y lentos de corazón” y, a veces, le impacientan, pero les pone motes de un cariño familiar, se dirige a ellos con la ternura de los diminutivos: “pequeño rebaño”, “hijitos”…Incapaz de prescindir de su compañía, los busca como si los necesitara para seguir respirando y no hundirse de miedo en la noche del huerto.
Cuando a alguien se le nota mucho que echa de menos respuesta y manifiesta que les duelen los desaires, decimos que “es una persona muy sentida” o “muy demandante”, porque reclama afecto, atención o reciprocidad.
¿Había en Jesús algo de eso? De hecho, el Evangelio conserva memoria de ciertas expresiones suyas con tono de reproche: ¿También vosotros queréis marcharos…?, ¿No has podido velar una hora conmigo? y en su despedida se percibe mucha carga emocional: preparación minuciosa, desahogo de sentimientos: – “¡Cuánto he deseado comer esta pascua con vosotros… Sois los que habéis permanecido conmigo en mis pruebas”– “Todos vais a tropezar por mi causa esta noche…” Les promete que, después del trance de la separación, volverán a estar juntos bebiendo el vino nuevo en la casa del Padre, cuando vienen a detenerle, los protege para que no corran su suerte – “Si me buscáis a mí, dejad marchar a éstos”– y al que viene a entregarle con un beso, le tiende una última correa de amistad: –“Amigo, ¿a qué has venido?…”
En los reencuentros pascuales, recompone los vínculos que se habían roto entre ellos: los busca, los sorprende, juega a encontrarlos y a desaparecer, anuda otra vez con ellos las cuerdas sencillas y familiares del comer juntos, volver a estar reunidos en un escenario de pesca, encontrar preparado un desayuno a la orilla del lago. Ofrece a Pedro que le había negado –“no conozco a ese hombre” -, la ocasión de anudar de nuevo la relación que los unía: “Tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero”.
Marcados hoy por nuestra impotencia en una situación mundial de relaciones rotas y esperanzas destruidas, necesitamos escuchar la voz de Emmanuel Lévinas que recuerda la tradición judía de los 36 justos desconocidos que, como un fermento de santidad, sostienen secretamente el mundo y cuya bondad consigue, asombrosamente, contrapesar el mal. En esa convicción utópica encuentran muchos las razones para continuar la tarea oscura y cotidiana de retejer relaciones, recomponer rupturas y rehacer vínculos.
Son hombres y mujeres que están entre nosotros y que, como un Open Arms en miniatura, emprenden la loca aventura de navegar atentos a los náufragos y a descargar en algún puerto la carga de humanidad de la que son portadores. No les detiene la insignificancia de su intento porque se saben en sintonía con el “Reparador de brechas y restaurador de ruinas” (Is 58, 8), con el Gran Cordelero que continúa amarrando nuestras pequeñas vidas a su Vida.
Dolores Aleixandre Jubilada feliz. Encajando el envejecer con cierto garbo (de momento). Convencida de la fuerza de la Palabra y de la bondad última de las personas. Adicta a la Biblia y a contársela a otros. Agradecida a la vida, al cariño de tantos amigos y al sentido del humor. Aficionada al cine, a la música polifónica y a Gomaespuma. Lectora desordenada y escritora de vuelo corto. Orgullosa de ser columnista de alandar. Tratando de callarme más, rezar más y vivir más atenta al latido del corazón de Dios en el corazón del mundo.