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Dejar que en nosotros se apague la esperanza no es un pecado, es una insensatez

La falta de esperanza se manifiesta en muchos de nosotros, en una pérdida de confianza en la dirección dirigida a nuestro pueblo, más aún en la desconfianza de nosotros mismos. Nos encontramos con personas  que no esperan ya gran cosa de la vida, de la sociedad, ni de los demás. Sobre todo, no esperan ya mucho de sí mismas. Por eso, van rebajando poco a poco sus aspiraciones. Se sienten mal consigo mismo, pero no son capaz de reaccionar. No saben dónde encontrar fuerzas para dar sentido a la vida. Lo más fácil entonces es caer en la pasividad, el escepticismo y perder la esperanza.

La desesperanza viene otras veces acompañada de la tristeza. Desaparece la alegría de vivir. La persona se ríe y divierte para olvidar las penas, pero hay algo que ha muerto en su interior: el sentido profundo de la vida. El mal humor, el pesimismo y la amargura están cada vez más presentes en mucha gente. Nada merece la pena. No hay un «porqué» para vivir. Lo único que queda es dejarse llevar, o peor aún, la frustración nos hace caer en los vicios que anestesian nuestra voluntad.

A veces, la falta de esperanza se manifiesta sencillamente en cansancio. La vida se convierte en una carga pesada, difícil de llevar. Falta empuje y entusiasmo. La persona se siente cansada de todo. No es la fatiga normal después de un trabajo o actividad concreta. Es un cansancio vital, un aburrimiento profundo que nace desde dentro y envuelve toda la existencia.

Sin duda, son muchos los factores que pueden generar este desmoronamiento de la esperanza, pero, muchas veces, todo comienza con la pérdida de «vida interior». El problema de muchos de nosotros no es «tener problemas», sino no tener fuerza interior para enfrentarse a ellos.

Son momentos de recordar la parábola de Jesús y su advertencia. Es una insensatez dejar que se apague «el aceite de nuestras lámparas». Una persona, vacía de espíritu y empobrecida interiormente, no puede caminar enfrentando los graves problemas que la realidad del país nos provoca diariamente.

Nos encontramos con la paradójica situación de hombres y mujeres que se confiesan creyentes, pero en los que la fe ya no es una fuerza que influya en sus vidas. Cristianos de fe tan lánguida, esperanza tan apagada y vida tan lejana como la de muchos que ya no sienten la presencia de Dios. Se confiesan cristianos, pero su vida cotidiana se nutre de mensajes, criterios, convicciones e impulsos muy alejados del espíritu de Cristo.

Mal cuidada y peor alimentada, la fe va perdiendo fuerza en ellos. Cristianos de rostro irreconocible, su estado está bien descrito en esas jóvenes de la parábola evangélica que dejan que se apaguen sus lámparas antes de que llegue el esposo.

¿Es posible reavivar de nuevo esa fe antes de que sea demasiado tarde? ¿Es posible que vuelva a iluminar la vida de quien se va deslizando poco a poco hacia distanciamiento de Dios?

Antes que nada, es necesario reconocer la propia incoherencia y reaccionar. No es sano vivir en la contradicción sin plantearla explícitamente y resolverla. Hay que pasar del «cristianismo por nacimiento» al «cristianismo por elección». ¿Cómo va a manifestarse una fe fuerte en el Dios de la vida en una sociedad tan compleja como la nuestra, si no somos capaces de acoger la fuerza que nos viene de una fe sincera y una esperanza firme en el proyecto de Dios?

Pero es necesario, además, cuidar la fe, conocerla cada vez mejor, cultivarla. Un cristiano ha de preocuparse de leer personalmente el evangelio e interesarse por el estudio de la persona de Cristo y su mensaje. Difícilmente podemos sostener la fe vivida en las tradiciones religiosas del pueblo y mantener esa fe  en una sociedad donde el cristianismo está expuesto a una manipulación grosera para confundirnos y desorientarnos en nuestros compromisos.

 La fe consiste básicamente en fundamentar nuestra existencia, no en nosotros mismos sino en Dios. Cuando falta esta entrega confiada a Dios, la fe queda reducida a un añadido artificial y engañoso.

¿Cómo puede decirse creyente una persona que invoca a Dios, y en la práctica diario hace acción que contradicen los principios fundamentales del cristianismo, irrespetando la dignidad de las personas; hablando de amor y promoviendo con sus acciones el odio, de justicia y provocando inseguridad en las familias, destruyendo un mínimo de convivencia y respeto al bienestar de los ciudadanos y ciudadanas? ¿Cómo puede crecer la esperanza de un cristiano que no celebra nunca el domingo ni se alimenta jamás de la eucaristía? El cristiano sólo crece cuando acierta a alimentar «la lámpara» de su fe.

Es una irresponsabilidad llamarnos cristianos y vivir la propia religión, sin hacer más esfuerzos por parecemos a Jesús. Es un error vivir con autocomplacencia en la propia Iglesia, sin planteamos una verdadera conversión a los valores evangélicos. Es propio de inconscientes sentimos seguidores de Jesús, sin «entrar» en el proyecto de Dios que él quiso poner en marcha.

Jesús no utiliza un lenguaje moral. Para él, dejar que se apague en nosotros la esperanza no es un pecado, es una insensatez. Las jóvenes de la parábola que dejan que se apague su lámpara antes de que llegue el esposo son «necias» pues no han sabido mantener viva su espera. No se han ocupado de lo más importante que ha de hacer el ser humano: esperar a Dios hasta el final.

Mantener despierta la esperanza significa no contentarse con cualquier cosa, no desesperar del ser humano, no perder nunca el anhelo de «vida buena» para todos, no dejar de buscar, de creer y de confiar. Aunque no lo sepan, quienes viven así están esperando la venida de Dios. 

El Evangelio nos invita a la vigilancia. La esperanza cristiana no instala en el inmovilismo. Al contrario, inquieta. Crea en nosotros un dinamismo mayor. Anima nuestra responsabilidad y creatividad. No nos deja descansar. Un hombre que mantiene encendida la lámpara de la fe y la esperanza es un hombre eternamente insatisfecho, que nunca está del todo contento ni de sí mismo ni del mundo en que vive. Por eso, precisamente, se le ve comprometido allí donde se está luchando por una vida mejor y más liberada para todos.

Estos son los hombres «sabios» que tanto necesita nuestra sociedad. Personas de esperanza incansable. Creyentes que luchan por un mundo más humano, pero que saben que éste nunca será un puro y simple desarrollo de nuestros esfuerzos y proyectos, sino gracia y regalo de Aquél con quien nos encontraremos un día.

 Rafael Aragón Marina

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