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¿Qué sería de un mundo que se suprimiera el perdón?

No es fácil escuchar el llamado de Jesús al perdón, ni sacar todas las implicaciones que puede tener el aceptar que una persona  es más humana cuando perdona que cuando se venga.

 Sin duda, hay que entender bien el pensamiento de Jesús para orientarnos en nuestra sociedad tan afectada por los conflictos. Perdonar no significa ignorar las injusticias cometidas contra los ciudadanos y ciudadanas, ni aceptarlas con resignación. Al contrario, si uno perdona es precisamente para destruir, de alguna manera, la espiral de violencia, y para ayudar a los actores de mal, a rehabilitarse y actuar de manera diferente frente al pueblo.

 En la dinámica del perdón hay un esfuerzo por superar el mal con el bien. El perdón es un gesto que cambia cualitativamente las relaciones entre las personas y obliga a plantearse la convivencia futura de manera nueva.

 Por eso, el perdón no debe ser sólo una exigencia individual sino que debe tener una traducción comunitaria, social. E invita a los promotores del mal, la represión y a toda  sociedad no debe dejar abandonado a ninguna persona, ni siquiera al culpable. Todo ser humano tiene derecho a ser amado. Es un principio de profundo humanismo que debe orientar la práctica de los pueblos y de los estados si proclaman cristianos. Pues, un creyente no puede aceptar que la represión penal sólo «devuelve mal por mal» al encarcelado, hundiéndolo despreciativamente más aún si no ha cometido el delito del que se le acusa, deshumanizándolo o impidiendo su verdadera rehabilitación.

 El castigo como imposición del mal por el mal del que se le acusa debe ir desapareciendo para convertirse en lo posible, en «estímulo para saldar el mal con el bien, único modo en que puede ejercerse en la tierra una justicia que no empeora a ésta, sino que la transforma en un mundo mejor».

 No existe justificación alguna para actuar de manera inhumana, vejatoria e injusta con ningún encarcelado, sea delincuente común o político. Este modo de actuar es una grave violación  a los derechos fundamentales de la persona. Nunca avanzaremos hacia una sociedad más humana si no abandonamos posturas de represalia, odio y venganza, sobre todo si estas actuaciones forman parte de las estrategias represivas del gobierno.

 Por eso, es también una equivocación incitar al pueblo a la revancha. El grito “el pueblo no perdonará” es, por desgracia, comprensible, pero no es el camino acertado para enseñar a un pueblo a exigir sus derechos y a construir un futuro más humano y esperanzador.

 El rechazo del perdón es un grito que, como creyentes, no podemos suscribir nunca, porque, en definitiva, es un rechazo de la fraternidad querida por Dios que nos perdona a todos y todas.

Cuando he predicando sobre el perdón se me acusa de hacer más difícil todavía la lucha contra la violencia, de olvidar el sufrimiento de las víctimas, no entender la humillación de quien ha sido traicionado, no «tener los pies sobre la tierra» y cosas semejantes.

 No es difícil comprender esta resistencia al perdón. ¿Cómo no voy a intuir la rabia, impotencia y dolor de quien ha sido víctima de la violencia del régimen en nuestro país, y el sentirse traicionado por un compañero del trabajo? Pero, precisamente, el resentimiento y la agresividad que se advierte tras esas líneas me hacen ver con mayor claridad ¿qué sería de un mundo en que se suprimiera el perdón?

 Hay un mecanismo de defensa bien conocido en Psicología. Quien ha sido víctima de una agresión tiende a su vez a ser malo, vengarse,  imitando así de alguna manera a su agresor. Se trata de una reacción casi instintiva que se desata en el inconsciente individual o colectivo y que puede incluso transmitirse de generación en generación. Para un pueblo que sufre el asedio y la represión es muy importante que trabajemos estos temas, si queremos construir una sociedad en paz y reconciliada, no hablar de paz con palabras y discursos vacíos de contenido, de la paz como fruto de una atentica reconciliación.

  Cuando no se quiere o no se puede perdonar, queda en la víctima una «herida mal curada» que le hace daño a ella más que a nadie, pues la encadena negativamente al pasado. Por otra parte, el resentimiento instalado en una sociedad hace más difícil la lucidez para buscar caminos de convivencia y puede bloquear todo movimiento para encontrar solución a los conflictos.

 El deseo de revancha es, sin duda, la respuesta más instintiva ante la ofensa. La persona necesita defenderse de la herida recibida, pero, quien pretenda curar su herida infligiendo sufrimiento al agresor, se equivoca. El sufrimiento no posee un poder mágico para curar de la humillación o la agresión recibidas. Puede producir una corta satisfacción, pero la persona necesita algo más para volver a vivir de forma creativa. Lo decía  Lacordaire: «Quieres ser feliz un momento? Véngate del que te ha hecho el mal. ¿Quieres ser feliz siempre? Perdona.»

 A veces se olvida que el proceso del perdón, a quien más bien hace es al ofendido, pues lo libera del mal, hace crecer su dignidad y nobleza, le da fuerzas para recrear su vida, le permite iniciar nuevos proyectos. Cuando Jesús invita a perdonar «hasta setenta veces siete», está invitando a seguir el camino más sano y eficaz para erradicar de nuestra vida el mal. Sus palabras adquieren una hondura todavía mayor para quien cree en Dios como fuente última de perdón. Recordemos esa petición  del Padrenuestro, perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a  nuestros deudores.

Pero, ¿cómo se puede perdonar sin exigir justicia con las víctimas? Otro día vamos a tratar este tema, tan importante para nuestra sociedad.

 Rafael Aragón

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